El nene y la luna
Había una vez un nene muy aventurero al que siempre le asombraron las noches estrelladas, un nene que tenía el sueño de alguna vez ir hasta la luna para poder verlas más de cerca, porque desde la tierra le era muy difícil apreciar por completo la belleza de esas estrellas.
El nene nunca olvidó su objetivo, él no era aún un adulto y había muchas cosas que desconocía, pero no era consciente de eso.
Él creció yendo a la escuela donde tenía amigos, pero no muchos porque sabía que algún día partiría rumbo a su sueño y no quería encariñarse tanto con las personas de la tierra.
Prestaba mucha atención a las clases de matemática y le gustaba especialmente la materia de tecnología, sabía que le sería muy útil aprender sobre cálculos y sobre engranajes. Después de todo, no iba a llegar a la luna de un salto. Tenía que crear un invento que lo hiciera capaz de llegar hasta allá.
Con varios cuentos sobre astronautas y juguetes fue capaz de empezar a dibujar sus primeras ideas sobre ese tan añorado invento. Era un cohete, nada especial, pero era suyo.
Emocionado al día siguiente le contó a una amiga suya del cole sobre ese invento, ella lo felicitó y usó casi todas las palabras habidas y por haber para expresarle el orgullo que sentía por él.
Fue en ese momento cuando el nene le propuso de ir los dos hasta la luna, para sentarse en esa medialuna y ver las estrellas juntos, pero ella no quiso porque no era su sueño.
Un domingo temprano, en el patio de su casa, estuvo listo el cohete. Guardó en él algunos de esos cuentos sobre astronautas y algunos juguetes; en su bolsillo algunos recuerdos sobre esa amiga que no quiso acompañarlo, un pelo color rojo que se le había caído sobre un anotador, un ticket de un helado que habían compartido y un lindo anillo.
Durante una puesta de sol, emprendió viaje. Mirando por la ventana del cohete saludaba a esa ciudad que cada vez se hacía más y más chiquita hasta volverse una esfera gigante. En el viaje leyó esos cuentos que tenía y jugó con los juguetes, para mitad del viaje ya no tenía más que hacer.
El nene pasó muy cerca de la luna y cuando vio la oportunidad, bajó de un salto que lo dejó justo sobre esa parte cóncava que podía usar de asiento, casi como una hamaca.
A su espalda las estrellas brillaban como nunca antes, quizá porque la proximidad a ellas aumentaba su luz o quizá porque esa noche suponía ser especial.
El cohete siguió el rumbo de la ley de inercia de Newton y el nene tanteaba cada tanto el bolsillo para de alguna manera, sentir la presencia de su personita especial que aún estaba en la tierra.
Hasta ese momento, nunca se había dado cuenta de lo lindo que era habitar la tierra, esa tierra que ahora, casi hipnotizado, miraba desde la luna.
Nunca volteó a mirar las estrellas, pero tampoco nunca pudo regresar a la tierra.
Algunas personas dicen haber visto, con ayuda de un telescopio, al nene sentado en la luna, buscando con su limitada visión a esa persona en la tierra.
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