Pasan las horas, el viento no para de soplar por esa ventana entreabierta. Hace frío, hace calor, destapo una pierna para volver a taparla a los segundos.

 Cierro los ojos y los abro, de alguna manera mi cuerpo a pesar de tenerte al lado, perdió un poco la costumbre; quedó acostumbrado a esas inquietantes noches donde ansiaba tu mensaje.

 Te abrazo, te doy un par de besos en el cachete y otro par en la frente. Cada tanto sonreís dormida, quizá porque sentís paz o quizá por algún motivo ajeno a mi presencia esta noche.

 El cielo se nubla cada vez más en esta noche inusual. Todavía preservo el instinto de ser quien sacaba la ropa del tender si iba a llover, uno de los tantos instintos que lucho por controlar y me gana.  

 De un salto estoy descolgando la ropa, con apenas ropa interior y los ojos completamente secos por la manera abrupta en la que me levanté, como dije, es más un instinto que otra cosa. 

 Vuelvo a acostarme.

 Durante la cena me contaste que sentías mucho desorden en tu casa y de nuevo lucho contra ese instinto, pero no puedo evitar querer hacerlo al ver las evidencias de tal desorden. Tal es así que en cuanto me levanté para tomar un vaso de agua no pude evitar otra vez encontrarme lavando un par de platos casi inconscientemente.

 Veo las piedras de nuestra gata en el piso, quiero barrerlas. Veo platos sucios, quiero lavarlos. Veo la heladera vacía, quiero comprar cosas para llenarla. Quiero formar parte de tu vida, pero no puedo; una barrera invisible mantiene el límite, un límite que no me dejas pasar y yo no intento cruzar. 

 Se hace de día, la luz funciona de despertador y no me deja dormir. Tampoco tengo sueño, quiero abrazarte y mirarte mientras dormís. 

 Me voy, esta vez de mejor manera que en nuestra precoz despedida de la noche. 

 No sé que depara el día siguiente, ni el veintitrés, hoy no quiero pensar más en un mañana imaginario. Hoy quiero ver tu sonrisa, tus ojos que a su propia forma, siguen expresando una pizquita de amor.

Yo a vo